21 de septiembre de 2012

Aquel silencio

Ese silencio mirándose desde lejos. Ninguna canción, ninguna copa, ninguna broma regada con whisky. Solamente ese silencio de los ojos de uno clavándose en los del otro.
Explotando los deseos recíprocos como luces estroboscópicas, y pasos de baile, y hielo seco.
Paralizados, se miraron en silencio, que no era ausencia de sonido sino presencia de todos los regalos.
Se sonrieron. En silencio.

El mismo silencio al salir del pub. Pararse en la acera. En el oído el recuerdo del sonido como de perforadora, que con el viento, los cláxones y las instrucciones de los aparcacoches, se transformó en un zumbido grave, profundo. Apagándose como un tambor que retumbase intermitentemente dentro de un vaso. Pronto el tambor se convirtió en completo silencio.
Dijeron sus nombres. Dejaron que la palidez se revelase en las sonrisas.

De nuevo ese silencio de no saber qué decir, a pesar de todas las cosas que podían decirse. Tal vez sugerir un café. Conocerse. Tal vez mencionar que al DJ se le había ido la mano pinchando dance de los 90, que el garito era mucho mejor cuando no iba toda la ciudad.
A pesar de todo lo que podían haberse dicho se limitaron a mirarse. Y de los ojos saltaban como suicidas desesperadas las palabras-anhelos: "quiero alguien con quien poder romper la barrera de los silencios opresivos".
Y se entendieron sin decirse nada.

Ese silencio pleno que solo la completitud de un cuerpo provoca en otro. Se quedaron mirando el techo, suspirando, bajando los dedos por las espaldas, sin nada que decir porque todo estaba dicho en braille. La lengua del tacto.

El silencio de antes del primer regalo. La primera pelea. Antes de los gustos compartidos que fueron descubriendo. De las historias infantiles que se contaron, las fotos de viajes que fueron coleccionando. El silencio de antes de los días, de los meses, de los años.

El silencio de cuando miraban boquiabiertos la caja aterciopelada de las alianzas.

El silencio irrecuperable. Porque ya no hablaban. El tedio, la rutina, el día a día enmoheciendo los rincones de la casa.
Ya no planeaban ir a un bar y fingir que no se conocían para encontrarse accidentalmente. Ya no se entusiasmaban cuando veían un mueble moderno, estilo años 60, olvidado en cualquier anticuario.
Ya no compartían sus vidas porque estaban completamente separados. Todo pasaba en silencio: dos convirtiéndose en uno más uno.

Ese silencio de la maleta terminada, apoyada en la pared del salón, el taxi esperando en la puerta. Las ganas de gritar y gritar y gritar.
Caminar mudos hasta la puerta entreabierta, la luz del descansillo inundando el recibidor. Despedirse como atletas que se rinden antes del relevo.
Pendiente aún el papeleo del alquiler, de la cuenta conjunta, los coches, los impuestos, la televisión por cable, las familias, los amigos, las canciones, las películas, las cosas que descubrieron juntos, las alegrías, los sueños.
Romper a llorar ruidosos, desesperados. Abrazados. Besándose. Desistiendo. Despidiéndose. Hablando. Pero te quiero tanto, pero te quiero tanto, pero te quiero tanto.

Aquella noche nadie durmió en todo el edificio. Y ellos dos nunca más corrieron el riesgo de callarse.


Autor - Patrício Jr.
Traducción - Vega