7 de octubre de 2013

Don Juan Tenorio (Parte I - Acto IV - Escena IX)

D. Gonzalo:
¿Adónde está ese traidor?

D. Juan:

Aquí está, comendador.

D. Gonzalo:

¿De rodillas?

D. Juan:

Y a tus pies.

D. Gonzalo:

Vil eres hasta en tus crímenes.

D. Juan:

Anciano, la lengua ten,
y escúchame un solo instante.

D. Gonzalo:

¿Qué puede en tu lengua haber
que borre lo que tu mano
escribió en este papel?
¡Ir a sorprender, ¡infame!,
la cándida sencillez
de quien no pudo el veneno
de esas letras precaver!
¡Derramar en su alma virgen
traidoramente la hiel
en que rebosa la tuya,
seca de virtud y fe!
¡Proponerse así enlodar
de mis timbres la alta prez,
como si fuera un harapo
que desecha un mercader!
¿Ése es el valor, Tenorio,
de que blasonas? ¿Ésa es
la proverbial osadía
que te da al vulgo a temer?
¿Con viejos y con doncellas
la muestras...? Y ¿para qué?
¡Vive Dios!, para venir
sus plantas así a lamer
mostrándote a un tiempo ajeno
de valor y de honradez.

D. Juan:

¡Comendador!

D. Gonzalo:

Miserable,
tú has robado a mí hija Inés
de su convento, y yo vengo
por tu vida, o por mi bien.

D. Juan:

Jamás delante de un hombre
mi alta cerviz incliné,
ni he suplicado jamás,
ni a mi padre, ni a mi rey.
Y pues conservo a tus plantas
la postura en que me ves,
considera, don Gonzalo,
que razón debo tener.

D. Gonzalo:

Lo que tienes es pavor
de mi justicia.

D. Juan:

¡Pardiez!
Óyeme, comendador,
o tenerme no sabré,
y seré quien siempre he sido,
no queriéndolo ahora ser.

D. Gonzalo:

¡Vive Dios!

D. Juan:

Comendador,
yo idolatro a doña Inés,
persuadido de que el cielo
nos la quiso conceder
para enderezar mis pasos
por el sendero del bien.
No amé la hermosura en ella,
ni sus gracias adoré;
lo que adoro es la virtud,
don Gonzalo, en doña Inés.
Lo que justicias ni obispos
no pudieron de mí hacer
con cárceles y sermones,
lo pudo su candidez.
Su amor me torna en otro hombre,
regenerando mi ser,
y ella puede hacer un ángel
de quien un demonio fue.
Escucha, pues, don Gonzalo,
lo que te puede ofrecer
el audaz don Juan Tenorio
de rodillas a tus pies.
Yo seré esclavo de tu hija,
en tu casa viviré,
tú gobernarás mi hacienda,
diciéndome esto ha de ser.
El tiempo que señalares,
en reclusión estaré;
cuantas pruebas exigieres
de mi audacia o mi altivez,
del modo que me ordenares
con sumisión te daré:
y cuando estime tu juicio
que la puedo merecer,
yo la daré un buen esposo
y ella me dará el Edén.

D. Gonzalo:

Basta, don Juan; no sé cómo
me he podido contener,
oyendo tan, torpes pruebas
de tu infame avilantez.
Don Juan, tú eres un cobarde
cuando en la ocasión te ves,
y no hay bajeza a que no oses
como te saque con bien.

D. Juan:

¡Don Gonzalo!

D. Gonzalo:

Y me avergüenzo
de mirarte así a mis pies,
lo que apostabas por fuerza
suplicando por merced.

D. Juan:

Todo así se satisface,
don Gonzalo, de una vez.

D. Gonzalo:

¡Nunca, nunca! ¿Tú su esposo?
Primero la mataré.
¡Ea! Entrégamela al punto,
o sin poderme valer,
en esa postura vil
el pecho te cruzaré.

D. Juan:

Míralo bien, don Gonzalo;
que vas a hacerme perder
con ella hasta la esperanza
de mi salvación tal vez.

D. Gonzalo:

¿Y qué tengo yo, don Juan,
con tu salvación que ver?

D. Juan:

¡Comendador, que me pierdes!

D. Gonzalo:

Mi hija.

D. Juan:

Considera bien
que por cuantos medios pude
te quise satisfacer;
y que con armas al cinto
tus denuestos toleré,
proponiéndote la paz
de rodillas a tus pies.

José Zorrilla