12 de marzo de 2014

Transoceánico

Y el mar, el dulce mar tan trágico, 
a su propia distancia sometido, 
sabrá dejar escrito 
que el viaje nunca fue nuestro tesoro.

Luis García Montero 


Tengo dos relojes en una de las paredes de mi casa. Uno marca esta hora, exacta; el otro, seis horas menos.

Mientras me preparo la comida te imagino desperezándote, sepultada bajo kilos de mantas polares, de esas de pelo tan suave como tu piel. Como, y jugando con los cubiertos te veo refrescarte en el baño, lavarte los dientes y vestirte con cinco capas de ropa, abrir las cortinas y contemplar una blancura espesa y limpia. Yo recojo los platos, y fregándolos te diviso desde lejos retirando la nieve de la entrada, empuñando la pala con decisión y gracilidad, resbalándote graciosamente sobre el suelo helado. Tú actúas todo el rato con normalidad, no te sientes observada, pero yo no puedo parar de pensarte.
Paso la tarde en el trabajo viendo tu película diaria: te presiento saliendo de casa y dirigiéndote al barrio latino, escucho tu voz farfullar unas palabras en italiano con acento canadiense, te veo mezclarte en la diversidad de la gente encajando en medio de todos como una pieza esencial, llegar a tu oficina, desprenderte de cuatro capas y quedar perfecta. Mis horas de rutina pasan lentas y letales, mis horas de soñarte son los paraguas de los días de lluvia.
Después vuelvo al piso cabizbajo, renqueando entre la multitud anónima sin pedir disculpas cuando choco contra alguien, porque en verdad no veo por donde voy, mis pies pisan otro continente, mi cuerpo está volando tras mi mente.
Enciendo la tele porque el silencio me vuelve aún más loco, repito el proceso del mediodía pero esta vez son las luces de la tarde las que juegan a crear sombras en tu rostro, cada día más borroso. Sentado en el sofá, miro el televisor sin verlo, y por el rabillo del ojo me llegan las pulsaciones de los relojes, indicándome que acabaste la jornada, que conduces entre la nieve volviendo a casa, que tal vez estés abriendo el buzón en este momento y recogiendo otra carta con un sello de muy lejos. Con este dolor desgarrado y moribundo, te imagino arrojándola a algún cajón sin fondo, convertido en tu caja de Pandora, donde hará compañía a cientos de otras anteriores, firmadas por un remitente cansado que se muere de esperar.
Sin que tú lo sepas, monto guardia desde este lado del planeta, me paso mi noche en vela fantaseando con cómo estarás tú, si habrás quedado para salir, si verás una película, si habrá alguien que te prepare la cena y te caliente la cama, si me echarás de menos, si pensarás en mí. Sin que tú lo sepas yo estoy contigo, y en mi vigilia te extraño como un preso añora la libertad, y sujeto los barrotes de este lugar como si fueran las agujas del reloj a las que quiero dar marcha atrás, para tratar de coincidir en espacio y tiempo contigo, para dejar de soñar con barcos que cruzan el océano.
Acaba la noche y amanece otro día sin luz, pero en tu reloj brillan aún muy altas las estrellas. Tu respiración durmiente me acompaña a la calle, susurro en voz baja tu nombre pero el hechizo jamás hace efecto; el metro se lleva la sombra que queda de mí.
Y todo vuelve a empezar.

Tengo dos relojes en una de las paredes de mi casa, y un tercero debajo de la almohada que cuenta las horas incontables que llevo malviviendo sin ti.

Patricia