17 de marzo de 2015

Diario (9-11-2014)

Nos estamos convirtiendo en máquinas, nos hemos insensibilizado al sufrimiento ajeno, estamos bombardeados a diario con noticias de guerras, enfermedades, accidentes... ya nos hemos acostumbrado, pensamos que es terrible y lo asimilamos de forma casi automática antes de seguir con nuestra rutina, pero no empatizamos, no sentimos el vacío de las vidas que se van, el dolor de las familias. Hasta que nos toca de cerca, claro, entonces leemos la noticia en el periódico muy despacio, revisando cada palabra y viendo las fotografías con un nudo en el pecho, con una sensación de ingravidez, como si hubiésemos tomado en ese preciso momento conciencia del mundo y de lo efímero de nuestra naturaleza, de que nada es seguro, de que todos los problemas que tenemos no son nada, de que no somos nada.

Y sin saber bien porqué te acuerdas del Ébola, que no hace mucho abría todos los informativos y era prioridad absoluta; ahora está fuera de nuestra realidad, ya ha pasado a segundo plano, ya no nos importa tanto, sin embargo en África siguen muriendo personas a diario. Y te sientes como una mierda, piensas que no hace falta un infierno después de la muerte porque ya está aquí, la falta real de empatía y sensibilidad -con otras personas, con los animales, con la propia naturaleza- es nuestra condena a la extinción.

Pese a todo quieres pensar que no es tarde, que podemos cambiar, que de alguna forma estamos a tiempo de ser mejores, de hacer nuestro mundo más agradable, de ayudar cuando se pueda, de sentir a los demás, con pequeños gestos, con sinceridad, con humanidad... al fin y al cabo es lo único que nos queda.