14 de septiembre de 2015

Prosas apátridas

Nuestra naturaleza tiende a expulsar el dolor, no a conservarlo. A los tres días de la muerte de T. pienso menos en ella y, cuando lo hago, no siento ya esa opresión en el pecho, en la garganta, esa opresión que, de no dominarla, se extiende rápidamente hacia la cara, deforma nuestros rasgos y se convierte en llanto. El dolor lo vamos echando por pequeños paquetes y sólo queda en nosotros el estupor, la indignación.

Una niña de ocho años, hermosísima, mimada, hija única de padres que la adoraban, padres inteligentes, hermosos también, de una posición holgada, que le garantizaban a su hija una vida que sería imposible predecir feliz, pero sí provista de todas las cartas para que no fuera desgraciada. Y esta niña es súbitamente víctima de una enfermedad incurable. En un año, entre ingresos y salidas del hospital, mejorías y recaídas, va perdiendo su belleza, sus cabellos, su vida, hasta convertirse en una muñequita triste, huesitos y piel transparente, que, aterrada, no acierta a explicarse lo que le sucede, no comprende por qué antes corría, jugaba, saltaba por parques, playas y jardines con otros niños y ahora tiene que estar en ese cuarto de hospital, sin poder moverse de la cama, rodeada de enfermeras, de hombres vestidos de blanco que la observan, la palpan, la punzan, y de sus padres que cada vez hablan menos, que envejecen cada día a su cabecera, que la miran convulsivamente, como algo que va dejando de ser suyo. Ignorante, inocente, está ya mordida por la muerte y, un día, de pronto, ya no vuelve a ver a sus padres, ni el oso de peluche con que dormía, ni ese librito con figuras, ni la jeringa que temía, ni nada. Toda ánima, todo soplo la abandona, queda arrugada, hueca, vana, pura envoltura, como un globo de fiesta desinflado.

La última vez que la vi, antes de su entrada definitiva al hospital, fue en su casa. Ya entonces, a pesar de una leve mejoría, se diría que no vivía sino que mimaba la vida. Le habían comprado un disfraz de española. Encantada se lo puso y dio un paseo por la sala, representando así, fugaz, vicariamente, un papel de adulta, de una adultez que nunca llegaría.

¿Por qué nos aflije tanto la muerte de un niño? ¿No es acaso lo mismo morir a los ocho años que a los treinta o los cincuenta? No, porque con los niños muere un proyecto, una posibilidad, mientras que con los adultos muere algo ya consumado. La muerte de un niño es un despilfarro de la naturaleza, la de un adulto el precio que se paga por un bien que se disfrutó.

Julio Ramón Ribeyro