Suspiró mientras observaba aquella estampa dominical por la ventana. Se atusó el pelo canoso, se frotó los ojos y se dirigió al baño para darse una ducha caliente. Después preparó café y encendió la radio, se puso las gafas que resbalaron por su nariz y cogió un periódico pasado.
Se vistió, peinó y anudó la corbata. Observó su rostro en el espejo y sonrió, siempre tan elegante como en los viejos tiempos. Aunque un halo de nostalgia lo acompañaba siempre sobre sus hombros.
La calle ya tenía algo más de actividad mientras se dirigía a comprar el pan. Miró a la muchacha que despachaba, joven y hermosa, morena y de piel algo pálida con unos profundos ojos verdes de los que quitaban el hipo. Maldijo un par de veces para sus adentros a su nieto. “Este chaval es rematadamente estúpido, anda que todos los días pasar por aquí y no decirle nada a esta chica… ¡ay si me pilla a mí con cincuenta años menos!”
-Son sesenta céntimos caballero – dice mientras le entrega la barra de pan que ha pedido.
-Aquí tiene joven – dice entregándole el dinero y regalando una de sus mejores sonrisas.
La joven devuelve la sonrisa y nuestro hombre abandona el local con la cabeza alta. Se dirige al parque y da un paseo, algunos niños muy pequeños montan en bicicleta tras la atenta supervisión de sus padres, ve una pareja que camina de la mano y otra que hace deporte. Busca un banco vacío y se sienta mientras se evade con la mirada perdida, recuerda los tiempos en que sus hijos eran pequeños y corría detrás de ellos, los tiempos en que montar en bicicleta era toda una aventura, esos tiempos en que las rodillas no se empeñaban en recordarle una y otra vez los achaques de la edad.
Comparte alguna conversación con personas que se sientan en su banco, hablan de la crisis, del trabajo, del futuro que nos espera, de sueños y también del tiempo que hace. Conversaciones cortas, a lo sumo cinco minutos. Sin darse cuenta han dado las doce y es la hora del vermú.
Se dirige al bar para encontrarse con sus amigos, los de toda la vida. Algunos se pasan las horas muertas allí y se les va la pensión jugando a las máquinas. Vuelve a hablar del tiempo, de la crisis, de que las cosas que ya no son lo que eran, de los hijos, y de las nuevas pastillas que le ha recetado el médico.
A las dos se dirige a casa de uno de sus hijos para comer, allí está media familia aunque falta la persona más importante, vuelven a hablar del tiempo, de la crisis, del trabajo, de los sueños. En cierto momento alguien nombra a “mamá”. Nuestro hombre se queda mudo y cambia de tema rápido, no puede disimular un pinchazo en su pecho, el vacío que dejó es inmenso y no lo cura el tiempo. Se pierde entre recuerdos y nostalgias.
La sobremesa se alarga y acaban pasando toda la tarde. Vuelve a casa ya de noche, se ducha y cena. Se acuesta en la cama y mira el lado izquierdo, un sitio que lleva sin ocupar cinco años. Justo desde el día en que se fue. Respira hondo y suspira. Abraza su almohada y tarda en dormirse más de la cuenta. Una lágrima moja la almohada. La echa tanto de menos...
Dicen que la vida sigue y tienen razón. Pero hay personas que no se marchan. Personas que ocupan la mitad de la cama aunque no estén, aunque se hayan ido. Personas que te hicieron feliz.